Habían
pasado dos años desde que la fatalidad se enredó a mis días, dos larguísimos y angustiosos
años de rabia e incertidumbre, cuando perdí toda esperanza y comprendí que
aquel episodio de mi vida no habría de ser −¡con qué facilidad en un primer
momento me engañé!− una circunstancia pasajera. Asumí de golpe en ese instante que
estaba solo, abandonado por completo, herido de
muerte. Me abandonaron, sí.
Todos. Muy poco a poco primero y a la carrera después. No les culpo. No lo hice
entonces y tampoco habré de hacerlo ahora. Resistieron a mi lado hasta el
último momento, mucho más allá de lo conveniente y sin duda de lo sensato o de
lo prudente. Fue, reconozco, cuestión de supervivencia. Debo admitir también por
mucho que duela −y cierto es que en lo más hondo del alma me duele− que el día
menos pensado yo los hubiera acabado matando. Marcharon resignados, con
lágrimas en los ojos y el corazón en pedazos, prometiendo un regreso que ahora
sé nunca llegará.
Lenta
e implacable, durante días, meses, años, se fraguó mi desgracia. La vi venir de
frente. Todos lo hicimos. Supe de inmediato que antes o después me vencería.
Pese a ello vendí (vendimos) cara la piel.
Es
triste la soledad, esta rutina inclemente de horas vacías, de memoria arrasada
y recuerdos borrosos. Voces y rostros se
desdibujan poco a poco entre tanto abandono, entre tantísima nada, aunque a
veces −pocas pero a veces− hasta mí trae el viento un eco lejano de juegos, de
canciones, de susurros, de alegrías, de amores y risas... y es entonces que, inmerso
en ese dulce espejismo, recuerdo con sorpresa quien fui y soy un instante de
nuevo feliz.
Nada
queda de aquel tiempo. Todo en humo se ha desvanecido. Escenarios, ilusiones,
amigos y horizontes. Primero desapareció la escuela, después la carretera, más
tarde la mezquita y el mercado y por último el hospital. Fueron días aquellos
de horror y desconcierto, de incredulidad, de agonía, de ira y desamparo. Pese
a todo, en medio del caos y el espanto, aún nos aferrábamos entonces a un
resquicio de esperanza. Cuando la perdimos, cuando dejamos de rezar por un
milagro que ya adivinamos imposible, comenzó nuestro éxodo y, al fin, un mal
día yo −triste espectro de mí mismo− me hallé deshabitado y solo por completo. En
el centro mismo del infierno.
Así
permanezco. Las aves carroñeras se adueñaron hace mucho de mi tierra. Me observan desde lo alto. Una y
otra vez, incansables y expectantes, en silencio, trazan círculos sobre mí. El
paisaje es desolador. Nada queda de la vida y la belleza de otro tiempo.
Cenizas, vegetación muerta, columnas de fuego, destrucción e indiferencia, es
cuánto me rodea. Tierra yerma, heridas que supuran, que sangran y no cicatrizan.
Que jamás lo harán.
Puntuales,
día tras día, las bombas continúan cayendo. Sobre mis escombros. Sobre esta
infinita y devastadora soledad.
Me
cuenta algunas noches el dolorido vaivén de las olas que alguien −grabada a
fuego en mirada y piel nuestra desgracia− grita en ocasiones mi nombre a las
puertas de Europa. Murmura su llanto de espuma que, de mi gente nunca nadie se
apiada, que nadie nos recuerda, que nadie comprende, que nadie se conmueve, que
nadie nos llora, que nunca nadie nuestro dolor escucha. Y así, invisibles y
etéreos fantasmas, tristes ánimas torturadas y penitentes, cruzamos −siempre yo
junto a ellos y en su corazón mi derrota− cordilleras, desiertos, océanos y
mares. Sin fe ni esperanza. Sin descanso. Sin hallar justicia, consuelo ni
alivio. Eternos vagabundos sin albergue. Errantes peregrinos sin paz y sin
asilo.
Relato publicado en la Antología "66 Relatos Compulsivos". Diciembre 2018.
Desgarrador texto, Marta. Dibujas el escenario que nos deja la desesperanza. Enhorabuena por el reconocimiento. Un abrazo!
ResponderEliminarUna realidad tristísima y olvidada por momentos. Muchas gracias, David. Me alegro mucho de que te haya gustado. Besos.
EliminarUn escenario desolador el de una tierra yerma y abandonada a su suerte, una vez la han abandonado los últimos supervivientes. Es de esperar que, aun así, resista el tiempo suficiente para que vuelva a acoger a sus antiguos moradores, que no olvidarán jamás el motivo de ese éxodo.
ResponderEliminarEstupendo relato, cargado de fatalidad y tristeza.
Un abrazo.
Mil gracias, Josep. Muy contenta porque te haya gustado 😉
ResponderEliminarHola Marta,
ResponderEliminarMerecido segundo puesto. Tu relato es desgarrador, desolador y amargo; una terrible realidad que parece que es más cómodo hacerla invisible.
Un beso.
Una realidad tristísima e invisible. Muchas gracias, Irene. Un beso grande.
EliminarPrimero desapareció la escuela, después la carretera, más tarde la mezquita y el mercado y por último el hospital......Hola Marta, en esa secuencia relatas todo el horror que muchas veces lo tenemos a 4 0 5 horas de avión. La realidad invisibilizada. Magnífico texto, te felicito. Saludos.
ResponderEliminarEl horror a la vuelta de la esquina. Muchísimas gracias, Miguel. Me alegro mucho de que te haya gustado.
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