El monótono sonido del teclado de la vieja underwood que hace tanto tiempo su padre le regaló ─siempre desde entonces compañera fiel─ se detiene al fin. Durante horas, sin pausa, ha resonado en la habitación y de improviso un silencio denso y pesado invade la estancia. Tras los cristales, al otro lado del balcón, la tarde se apaga lentamente. Ha comenzado a lloviznar, la luz es cenicienta y fría y una fragancia suave a tierra mojada, primera advertencia de un otoño recién apenas estrenado, se cuela por alguna ventana entreabierta.
A esa hora imprecisa que ni al día
ni a la noche parece pertenecer, solitaria como un fantasma, repasa Victoria las
páginas escritas. Metódica y concienzuda. Con extremo cuidado. Satisfecha, por
fin. Aspira lentamente el aire limpio y húmedo del anochecer y sucede en ese
instante que por sorpresa sus ojos se llenan de lágrimas. No sabe bien por qué
llora. Nunca fue ella mujer muy dada a la ternura pero una emoción
incontrolable, algo que no acierta a explicar, de pronto la ha conmovido de un
modo extraño. Sólo es cansancio, piensa y, sí, tal vez tan sólo eso sea. Tal
vez.
Ha sido esta última, una época intensa y convulsa en la que a las más
adversas circunstancias se ha debido enfrentar. Nada nuevo en realidad para
esta mujer de férrea voluntad, dueña de una rara confianza en sí misma,
luchadora independiente y tenaz siempre en armas contra un mundo y un tiempo
que a las mujeres con método exquisito ignora. Pionera incuestionable en tantos
frentes donde preciso resulta abrir nuevos horizontes.
Y quizá ése sea el motivo del inmenso vacío, del desconsuelo infinito que
desde hace ya algún tiempo -ahora se da
cuenta- habita en su pecho.
El murmullo dulce y quejumbroso del
viento entre las encinas, la melancolía esta noche a su corazón tan férreamente
anudada, la vulnerabilidad que a su pesar siente, hacen volar su recuerdo hacia
las enseñanzas, los consejos y el cariño de su madre, hacia las risas alegres
de sus compañeras del Lyceum, hacia la complicidad de sus maestras, hacia
tantas y tantas mujeres valientes -sencillas o ilustres- siempre relegadas, siempre
invisibles, a las sombras eternamente condenadas, con furia arrojadas a la
frustración y al desaliento. Siente que su memoria y su lucha con su decisión
traiciona, que sus expectativas y esperanzas tristemente defrauda, que retazos
muy queridos de su vida en jirones se deshacen sin remedio. Y le duele tanto tan
innegable deserción...
Amarga encrucijada la suya. Lacerante
y feroz.
El discurso que por fin hace un momento ha logrado terminar es impecable,
en cualquier caso. Nada puede reprocharse. Ha trabajado en él durante días. Lo
ha escrito y reescrito hasta la extenuación, incapaz por momentos de hallar el
tono preciso, angustiada, desesperada, malherida en desigual batalla por unas
palabras caprichosas, fugitivas que, una y otra vez, frente a ella, antes de dejarse
atrapar, siempre raudas se desvanecían. Palabras finalmente capturadas que habrán
de ayudarla -así al menos ella lo espera- a expresar algo más que un
pensamiento, mucho más, un sentimiento. Palabras con las que, por encima de cualquier
otra cosa, ansía ser comprendida y que a un íntimo desgarro, conmovedoras y
conmovidas, habrán de prestar su voz.
Difícil camino el que esta mujer idealista y orgullosa comienza ahora a
recorrer.
Hace lo correcto, de corazón lo cree. Y sin embargo... no logra
desprenderse de ese extraño sentimiento que atenaza su garganta, algo muy
cercano a la congoja, cierta mezcla de cansancio y melancolía. Nadie como ella
comprenderá jamás la magnitud de su renuncia. El amargo papel que, en aras de
un bien mayor -eso se dice- ha de representar. Plenamente convencida, decidida
a no acallar la voz de su conciencia, incapaz de silenciar sus más profundas
convicciones, dispuesta a afrontar el sin duda severo juicio de la Historia, a
dilapidar -bien lo sabe- buena parte del prestigio hasta entonces tan duramente
conseguido.
Pero su resolución es firme. Pocas horas después habrá de afrontar el
momento decisivo y ella, Victoria Kent, maestra, doctora en Derecho, directora
general de prisiones, diputada en Cortes, defensora infatigable de los derechos
de su sexo, mujer lúcida como pocas, inteligente, audaz, comprometida... ella,
Victoria, desde la tribuna de oradores del Congreso, desgarrada como nunca
estuvo entre la renuncia a su más bello ideal y su ardiente pasión republicana,
con absoluta convicción democrática, reclamará sin dudar el aplazamiento del
voto femenino. Un voto que sin remedio -con sinceridad lo piensa- se vería ahora
secuestrado por la voluntad omnipresente y seguro reaccionaria de maridos,
padres o sacerdotes. Riesgo inasumible. Triste e inevitable paso atrás. Cruel
traición, que sólo su desmedido amor por la República justifica.
Una y otra vez ensaya Victoria las palabras con que a la tarde siguiente ─Uno de Octubre de 1931 ─ habrá de
dirigirse a la Cámara: "...Que creo
que no es el momento de otorgar el voto a la mujer española, lo dice una mujer que, en el momento de decirlo,
renuncia a un ideal...".
Un oscuro desconsuelo asoma a sus ojos negros. Sobrecogida, frágil,
vulnerable, atravesada por una pena insoportable que para siempre se clava en
lo más recóndito de su alma, apenas consigue ya retener el llanto.
En la calle mientras tanto las aceras brillantes de lluvia, las apresuradas
carreras de los viandantes bajo sus paraguas, el lívido blancor con que el
cielo despide a este convulso mes de septiembre, dan a la ciudad la apariencia
sombría y gris de un día triste de invierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario