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martes, 6 de junio de 2017

Destino Vagabundo


          La noche se desploma triste sobre la ciudad, una advertencia de lluvia humedece el aire, el viento, frío y punzante, hiere sin piedad y la gente camina con prisa, ansiosa por regresar a casa antes de que el cielo, de golpe tan pesado y gris, derrame sobre el mundo su amenaza.

En el rincón más oscuro de una placita sin nombre, ajeno al bullicio de los transeúntes, un hombre de aspecto descuidado: ojos grises, cabello enmarañado, sonrisa reseca y agrietada ahora, quizá atractiva en otro tiempo, un hombre aterido y desamparado, prepara con cuidado su refugio de cartón mientras piensa con más ironía que amargura que, en noches como esta, nada tiene de romántico dormir a la luz de las estrellas.

Es un hombre sin edad, sin sueños, sin futuro. Un hombre que apenas existe, que arrastra sin saberlo el rumor de una leyenda de amores desdichados y flaquezas devastadoras.

Duele su soledad, duele su resignación y su indiferencia, el halo de fatalidad que lo acompaña. Junto a él, siempre cerca, muy cerca, casi ya una extensión de su propio cuerpo, una vieja guitarra. Un instrumento también herido, algo maltrecho y desportillado que, aún así −siempre escudero fiel− susurra al viento cada noche bellas melodías, ecos lejanos de un tiempo antiguo que, tal vez, solo en sueños existió...

¿Qué importa saber quién soy, ni de dónde vengo, ni por dónde voy...?

 ¡Cuántas ilusiones y derrotas!, ¡cuántos secretos!, ¡cuántos enigmas guardan sus cuerdas...!

Tan ensimismado en su tarea está el músico, tan absorto en sus pensamientos, que no ve a la joven que se acerca a él y esa presencia inesperada le sobresalta.

 Ella se inclina un momento y, sin apenas detenerse −tratando de paliar quizá ese desasosiego que la vista de la indigencia provoca siempre en las almas sensibles− deja caer unas monedas que tintinean alegres sobre la acera y por un instante desafían la negrura de la noche.

El hombre levanta la vista y, de pronto, estupefacto, desconcertado como nunca estuvo, la sonrisa agradecida que ya sus labios dibujaban se congela en su rostro. Su corazón se detiene. Un escalofrío −nunca sabrá si de horror o alivio− recorre su cuerpo. Tiembla. Toda su piel bañada en sudor. Apenas respira. Burbujas de miedo alborotando su alma. Incontrolables, las lágrimas desbordan sus ojos y en ese momento tan solo desearía acurrucarse en un rincón y morir de vergüenza.

Pero ella no lo ha reconocido. Su harapiento disfraz de hombre invisible lo salvó por esta vez. Un golpe de suerte que quizá no se repita. Debe marchar, bien lo sabe. El riesgo es demasiado grande y sin embargo...

 Su corazón aletargado despertó en el peor momento posible y anhela volver a verla con cada fibra de su ser. Ha pasado tanto tiempo y está tan bonita...

Tú me desprecias por ser vagabundo y mi destino es vivir así...

 Notas lejanas que, insistentes, martillean sus sienes y aunque es cierto que al rumor de la música las heridas sangran menos, no lo hacen hoy.

Tendrá cuidado, se dice una y otra vez en un intento desesperado por convencerse de que nada malo ocurrirá, incapaz de renunciar al extraño sentimiento que late en su pecho, algo que no se atreve a llamar esperanza, algo hace mucho tiempo olvidado, amable y cálido, que enmascara un instante un dolor antiguo, un pasado implacable que antes o después siempre lo alcanza.

Lentas, las horas pasan y caen y el amanecer lo encuentra insomne y derrotado, empapado en lágrimas y lluvia.

Batalla perdida.

Mucho tiempo atrás, en el naufragio de una vida antigua que apenas recuerda, aprendió que no sirve de nada rebelarse contra lo inevitable, llorar lo que no fue ni será y esa certeza le hace entender al fin que jamás podrá arriesgarse a que la muchacha pase de nuevo frente a él, a que vislumbre en sus ojos, quizá, el alma gastada y herida del hombre que un día fue y al que durante un tiempo hermoso y feliz alguna vez ella llamó papá. 

¿Qué importa saber quién soy, ni de dónde vengo, ni por dónde voy...?

  Nítida y cristalina, una y otra vez, emerge la melodía desde algún pliegue de su memoria (¿quién cantaba aquello? Ya no recuerda...).

Tú me desprecias por ser vagabundo y mi destino es vivir así...

 Inoportunos e inclementes, atronadores, casi burlones, los acordes del viejo bolero resuenan en su mente y enredados en melancolía lentamente se diluyen.

Amarga sonrisa fugaz. Frío y tristeza en los ojos. Lágrimas lentas de cristal.





         Relato publicado en la antología "Relatos con Banda Sonora". "Valencia Escribe". Abril 2017.


10 comentarios:

  1. ¡Hola Marta!
    Maravilloso relato emotivo y sobrecogedor.
    Muchas gracias por el brillo de tus letras y compartirlo en tu blog también.
    Un beso y feliz semana!!!

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    1. Mil gracias a ti Estrella por el comentario tan bonito que me haces. Un beso grande.

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  2. Entrañable, Marta, y doloroso al mismo tiempo, esos vagabundos con pasado a sus espaldas que sobreviven como pueden a la intemperie... y con el frío que hace en invierno, me estremezco solo de pensarlo, y en verano también, no creas, que acostumbrarnos a ellos como parte del paisaje no es la solución... Besos

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  3. Cierto. Eso es lo triste, que nos acabamos acostumbrando... Muchas gracias Eva.

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  4. Me ha parecido precioso. Es tan difícil ponerse en la piel del otro...Y lo malo es que juzgamos sin piedad muchas veces, y cada cual tiene sus motivaciones y sus anhelos.
    Genial, Marta.
    Un beso

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  5. Muy bonito Marta, esos seres invisibles a los que se juzga sin pensar en qué les ha podido pasar, y sin darnos cuenta de que la línea es muy delgada y demasiado fácil pasar al otro lado.
    Besos

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    1. Y de los que tan rápidamente apartamos la mirada... Muchas gracias Conxita, me alegro mucho de que te haya gustado.

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  6. Hola Marta, me ha encantado tu relato, te hace pensar lo poco que tienen unos y lo mucho que tenemos los que a lo mejor en algún momento hemos pensado que no lo teníamos.

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  7. Muchas gracias Elena. Triste realidad que encontramos casi a la vuelta de cada esquina. Me alegro mucho de que te haya gustado.

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